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Socavones: la ciudad que se hunde

Los socavones no son la enfermedad, son el síntoma de un cuerpo –la ciudad– que da muestras de metástasis. Durante más de 500 años, 100 de forma intensiva y mecanizada, nos hemos dedicado a drenar el agua pluvial que ha dejado de infiltrarse en el subsuelo. Esta práctica ha afectado directamente al acuífero y, en el caso de la Ciudad de México, a la propia constitución de buena parte de su suelo.

La capital se asienta sobre lo que fue un sistema lacustre inmenso. Las arcillas y limos que sostienen hoy a más de veinte millones de habitantes fueron, durante siglos, el lecho de lagos interconectados. La transformación forzada de ese entorno –el desecamiento, el entubamiento de ríos, la impermeabilización de calles y techos– ha desbalanceado la relación entre el agua y la tierra. La ciudad ya no absorbe, solo expulsa.

Socavón en Iztapalapa Septiembre 2025

Hundimiento y fragilidad estructural

El Instituto de Ingeniería de la UNAM ha documentado que en algunas zonas la ciudad se hunde hasta 80 centímetros por año. Este proceso, conocido como subsidencia, es consecuencia de la sobreexplotación de los acuíferos: al extraer más agua de la que se recarga, las arcillas del subsuelo se compactan. El terreno pierde volumen y resistencia.

Este hundimiento no ocurre de manera uniforme. Hay colonias enteras que bajan más rápido que otras, generando fracturas diferenciales que rompen tuberías, colectores y pavimentos. El suelo debilitado se convierte en un campo minado invisible que, con la presión del agua de lluvia o una fuga subterránea, colapsa en forma de socavones.

En 2025 la Ciudad de México registró más de 150 socavones hasta mediados de año, superando los números de 2024. Lejos de ser eventos aislados o fortuitos, estos hundimientos súbitos son señales de alerta: la infraestructura enterrada está fatigada, el drenaje se encuentra roto y el acuífero sobreexplotado.

Los socavones muestran, de manera violenta, la consecuencia de siglos de un mismo modelo: drenar y extraer sin reponer. La ciudad vive de un capital natural agotado, como un organismo que consume sus reservas vitales hasta la extenuación.

Si el hundimiento es el proceso lento y la subsidencia la enfermedad de fondo, los socavones son los tumores visibles de una metástasis urbana. No basta con rellenarlos de tierra taparlos con mezcla asfáltica; hacerlo es apenas aplicar un curita en un cuerpo que grita desde dentro.

La ciudad que se hunde pone en riesgo no solo calles y viviendas, sino también infraestructuras estratégicas: líneas del metro, drenajes profundos, colectores de agua, hospitales y escuelas. Cada grieta que se abre es un recordatorio de nuestra vulnerabilidad, lo que pone en jaque la viabilidad a largo plazo de la Ciudad de México. 

Hacia una nueva relación con el agua

El verdadero reto no está en “reparar socavones”, sino en replantear la relación entre ciudad y agua. Ello implica:

Recuperar zonas de recarga natural, parques y suelos de infiltración.

Reducir la dependencia del acuífero mediante sistemas de captación pluvial.

Modernizar la infraestructura subterránea, que hoy funciona al límite.

Diseñar una planeación urbana adaptativa, que entienda la subsidencia como condición estructural del Valle de México.

Los socavones nos recuerdan que la Ciudad de México no es firme ni estable, sino un territorio en transformación continua. Son la manifestación abrupta de un ciclo roto: el del agua que debería regresar al suelo y no lo hace. Si no asumimos que los síntomas anuncian una enfermedad mayor, seguiremos tapando agujeros mientras la ciudad se desmorona bajo nuestros pies.

Gustavo Madrid Vazquez